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  • Fede

La vida mancha (Enrique Urbizu, 2003)


De repente, apareció una película sin época, sin envoltorio, sin peajes, sin cortes ni desvíos, sin explicaciones, sin buenos y sin malos. Hecha del teatro anterior a las palabras, casi podría desprenderse de todas ellas sin verse alterada. Aún así, el tono en los personajes se pliega discretamente al silencio apretado de los hechos, las voces están depositadas más que dichas, los movimientos desenfundados más que dibujados.

La historia entera es una delgada serpiente sin piel, que atraviesa los ojos y el espinazo a los tres protagonistas que, con todo lo que tienen, hacen lo que pueden: sobrevivir a sí mismos, llegue o no a ser bastante, pero definitivamente conscientes de quiénes son. Y en ese acto de saber cuál es la concreta horma de su corazón, cuál la inercia de su situación existencial, adquieren un valor incalculable.


La vida mancha y nos va poniendo del color que somos realmente, y por eso nuestros huesos son de un blanco pardo, y por eso el colchón se va horadando de nuestra propia huella.


La película está escrita con bolígrafo de punta de hielo y tinta de lava sobre tres personas como icebergs a la deriva que empiezan a resquebrajarse bajo la superficie y ni siquiera sabemos si lo saben. Se cuenta lo imprescindible que al principio parece nada y cuando empiezas a entender, la marea había subido tanto que ya tienes el agua al cuello, igual que los protagonistas. Por ellos entendemos que las personas son almitas como medusas haciendo frente a las corrientes del Estrecho de Gibraltar, con tiempo aún para quererse mucho, esencial para coser otro segundo más en el jueguito este de la existencia.


El tiempo de “La vida mancha” está acotado en la parte más estrecha del presente y cada vez se estrecha más. A los personajes primero se les cae la ropa y luego, jirones de epidermis, para penetrar la siguiente escena que quiere verlos más cerca y más ahora, hasta su síntesis, hasta su zumo, por entre las moléculas de su mancha, entendiendo que lo aséptico no vive, ni afecta, ni conforma. Pongamos que no existe. Nada concreto y nada definitivo.


Según la historia somos hojas de árbol a sus expensas, según sus tempestades y sus podas, sus oquedades necrosadas y sus nuevos brotes. La lluvia que les cae arrastra cloroplastos de otras hojas, de otros árboles, contiene ADN de nubes innombrables y durezas antiguas de rocas metamórficas, lasca contra lasca. Esa lluvia beben las hojas y así van estirando su esqueleto. A mitad de la película, los protagonistas son sólo ya ese esqueleto. El resto se ha ido en la lucha irremediable de conocerse o desconocerse. Por humanos, están más bellos que nunca.


Los actores están encarnados en sus personajes como una lentilla al globo del ojo. Juan Sanz es Fito, un joven camionero que sobrevive casi de prestado debido a la maraña de hilos que tiene como voluntad, pura bomba de relojería. Pedro (José Coronado), ha llegado a un pacto consigo mismo por el que asume sus miserias (que desconocemos) a cambio de salvar un presente sin margen para el orgullo o la vanidad, a cambio de vivir en penumbra. Su mancha es una procesión que va por dentro, pero es una procesión de pies descalzos que no encuentra iglesia donde apear la cruz, ni ramos de olivo para celebrar la resurrección. Y ni siquiera tiene grupo. Parece Poseydón en el desierto del Sahara. De hecho, es un vendedor de joyas en Móstoles. Elegante y opaco como un Subsecretario, a pesar de todo, le vemos el sudor que pasa por su garganta, en el tracto de saber cómo articular los sentimientos. No sabemos qué batalla viene perdiendo Pedro, pero intuimos que es algo larvado en varias noches de insomnio, ratificado contra el espejo. El interior de su iceberg era un fino laberinto de hielo con armarios empotrados y perchas iguales en donde creía sobrevivir a gusto sin más compañía que algunos bancos de plancton fosilizado por ahí, cuando una mañana, fría como todas, se dio cuenta de que se estaba abrasando y empezó a buscarse.


Zay Nuba se mete en la dura piel de Juana, que es la chica más bonita del barrio y ni se lo imagina, anudada a medio camino entre el deseo y la cordura, pasea por las escenas como una flor helada flotando por entre las costillas de nosotros, inalcanzable cuanto más cotidiana. La plancha, la sartén y la bata son sus murallas o sus cetros. Desde su torre de cristal mira el horizonte de cemento de una manera que a uno se le caen los regalos, y a los días sus renglones. El final de esa mirada no llega, sólo se extiende más allá, como una tribu de vírgenes echada a la galaxia. Esa mirada maneja todas las preguntas, pero no encuentra ninguna florecida, sino un océano sin huellas digitales y sin orillas, por donde no se avanza. La mirada de Juana es todas las cosas que no se tocan, que habitan demasiado cerca y que, por eso, están más lejos que nunca. La mancha de Juana es por omisión, y eso que, al verla bailar sabemos que guarda una piedrecita de libertad que, en ocasiones, derrama por su cara como bombones de licor y la vemos alcanzar su cara de niña contenta sin culpa, como si en su corazón no existiese un ladrillo lacrado que pone: “Juana no puede tocar”.


La vida mancha: colorea y ensucia, de la misma forma que el oxígeno alimenta y oxida. La película es una escultura de metales raros que se termina de modelar bajo el orvallo de una fiebre creciente y una emboscada de revelaciones que contiene un punto de no retorno y una guerra solitaria contra los monstruos propios. Se parece a un secreto de confesionario en donde el cura no encontrase palabras de aliento o de condena y terminase por reconocer que el asunto no pertenece al orden de la culpa, sino a la calidad no heroica de las personas y, por ello, cien veces más meritorio.


La historia se sumerge en la dificultad de sentir, expresarlo, y encima, hallar la correcta concordancia entre una cosa y otra. Y en esa parcela soñada, que también se asome la felicidad, si podía ser, y que case nuestro deseo, como virutas de espejo, con el despertador de las 7 a.m, y el nuevo día se arrime a uno, brillante y vehemente, sin que se agrie el recuerdo de lo que se desestimó. Sería fantástico tener esa ecuación, pero eso no es posible con estas manos de barro y estas vísceras de pegamento que tenemos por herramientas.


Algo escurridizo flota por la cinta como una caricia de aceite Es el último acento de la historia, el más oculto y el más emocionante: La entrega, inocente y descabellada. resulte un milagro o un cataclismo. La vida mancha y eso nos vuelve preciosos por imperfectos.

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