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Fin de milenio en Marrakech




Hay ciudades en el mundo que no han podido absorber la cultura tradicional del migrante rural tras un éxodo masivo. Como si no hubieran calculado un bocado demasiado grande, se han visto fagocitadas, al final, por la misma fuerza de la cultura del campo y casi han dejado de parecer ciudades para ser gigantescos pueblos embudo.


Más allá del informático efecto 2.000, lo cierto es que el mundo occidental acaba de vivir una fiebre de resurrección ligada a esta fecha que da comienzo al flamante milenio dos. Reconvertirse, pasar página y entrar en el nuevo milenio con la magia y la fuerza que se le presume a esta fecha. Como si a partir de entonces las cosas y uno mismo hubiesen hallado causa suficiente para cambiar de rumbo. Dejémoslo, quizá, como la fiebre colectiva y el deseo de propiciar esos cambios y el advenimiento de tiempos mejores. Intención tan saludable como estrictamente simbólica que, a pesar de todo, indica voluntad de armarse para el futuro, y sacudirse de paso esas malditas profecías que auguraban el horror para este final de milenio.


Frente a la bonita piscina del hotel Le Marrakech, se puede constatar. El mundo aún no ha terminado.En la búsqueda de un contexto suficientemente grande para soportar el peso de esta fecha, muchos viajeros han llegado a la eterna Marrakech, capital del sur del reino Alauí, crisol espeluznante de hombres y culturas, acogedora siempre de todos los extranjeros sedientos o no de trascendencia, porque seguro que es intercambiable por dirhams.


De esta manera, la ciudad fundada hace mil anos por el sultán almorávide Yusef Ibn Tasfin, arrasada por los Almohades ciento cincuenta anos después y capital del imperio unas cuantas veces, se ha encontrado con la celebración occidental del ano 2.000 sin atender a su relevancia pero con el interés de quién acoge a unos invitados adinerados. Y, sin embargo, corre por aquí el noveno mes del calendario musulmán, durante el cual, los fieles (el 95% de la población) deben abstenerse de comer, beber, fumar y mantener relaciones sexuales durante el día. El Ramadán es un tiempo de sacrificio físico en el que se conmemora el mes en que Mohamed (Mahoma) recibió la revelación del Corán .


Teniendo en cuenta que lo que se pretende con ello es el fortalecimiento de la voluntad y la sumisión del cuerpo al espíritu, resulta curioso que otras culturas vengan aquí a celebrar la juerga, el esparcimiento, la carnalidad y la sumisión descarada del espíritu al cuerpo y sus placeres. Cuando el mundo árabe se pliega sobre si mismo, a partir del sacrificio para revestirse de su identidad religiosa-vital mas profunda, los extranjeros llegamos para lo contrario, para alterarnos y que la fiesta y el viaje nos convierta en otros.Esta convivencia de opuestos significados transitando por las mismas calles y callejuelas en la ciudad de la luz más blanca, chirría en ocasiones, cuando los turistas exhiben con ese aire suyo tan ingenuo y tan autista las tentaciones prohibidas para los marroquíes. Los establecimientos de comida están secos, y al comprobarlo, la mirada local, esa que desnuda al instante tu condición foránea, recuerda que el viaje está sujeto a sus normas.


La idea del viajero usual que llega a Marrakech en fin de milenio, no pasa por ausentarse y abstraerse de las formas y tradiciones que acontecen a su alrededor. Más al contrario, el verdadero sentido del viaje implica una inmersión suficiente, aunque seguir esta línea conlleva la anulación de buena parte de los placeres que se pretenden. Una bonita ilógica en la que cada cual ha de buscar el sentido para no perder el respeto local, ni las ganas de celebración .


Marrakech no aguardaba el desenlace de este milenio y, en verdad, le trae al fresco todo este aditamento existencial del que ha sido dotado. Ni desde el Ayuntamiento, ni desde ninguna otra institución oficial se había organizado nada para la última noche. Y es que aquí no viene Papa Noel, ni los reyes magos, ni se comen doce uvas. No hay pregones, ni abundancia en las celebraciones familiares, que cuando se dan, es de manera discreta entre algunos pocos familiares y amigos.Y sin embargo, la Navidad cristiana trae turistas, esos tipos que desde hace ya bastante tiempo vienen alimentando, fraudulenta o legalmente, la maltrecha economía local, y que simbolizan aquí, sin duda, las cosas materiales que nunca se tendrán.


Hay una cierta pasión, al margen de la necesidad económica, por hacerle el lío al turista, rebanarle aunque sea un dirham, o convencerle de algo en su favor. Ríen mucho con los mil pequeños palos y con la picaresca cotidiana a turistas, que no sacan de la pobreza a nadie, pero que parecen salvaguardar su orgullo y su habilidad para el trato. La milenaria sabiduría árabe siempre encuentra un punto de apoyo para darle la vuelta a la tortilla, salir ganando y hacerte creer, además, que tú has ganado más.


El día 31 de Diciembre en Marrakech amaneció con tanto sol como el día anterior y, probablemente, como el día siguiente, repleto de gente en camino, con mil acuerdos y tratos a los que llegar, y sin detenerse un momento en esa eventualidad construida de fin de milenio. Solo las discotecas de los grandes hoteles ofrecían una cena espectáculo absolutamente previsibles y orientadas, francamente, al turista más impersonal. En lugar de eso, Marrakech: media luna árabe, los gatos y los jóvenes en las azoteas al oscurecer; la legión de hombres ociosos a punto de alcanzar un acuerdo contigo; los secretas, disfrazados de vendedores de hachís, disfrazados, a su vez, de limpiabotas; las mujeres que no rehuyen la mirada, las mujeres ocultas, los niños ladrones, los huevos duros y esas tortas delgadas de mantequilla y miel.


Salimos a la calle buscando ese imposible sentir festivo autóctono. Al cabo de unas horas de hechizo urbano, nos enteramos de una fiesta en una discoteca para la última noche. Mezclarse en ese ámbito, pero sin ir acompañado pues la legislación marroquí impide a los locales pasearse con turista alguno por la calle. Esta tarea está reservada a los guías oficiales, empeño de las autoridades por preservar al acosado extranjero.


La plaza de Djamaa el Fna es una especie de agujero negro de espacio y de tiempo, todo es absorbido y convertido, y nada es más espectacular que lo que está sucediendo a cinco centímetros: los niños acróbatas con chandal rojo, cuyo entrenador hace trampas y baja el palo justo cuando ellos saltan; los encantadores de serpientes que más bien son lanzadores de las mismas al paso del turista; los espectros fantasmales de los aguadores, a los que el agua corriente ha convertido en las presencias más fotografiadas del mundo; las niñas que tatúan con henna con la técnica: « Ya empecé » del limpiador de cristales en semáforo.


Nos detuvimos ante un grupo en cuyo centro, un hombre viejo con bastón forrado de lana narraba en árabe, pausadamente, algo que debía de ser definitivo y concerniente a todos los presentes. Estos grupetes con orador en el centro son otra constante en la plaza más famosa del país. A diferencia de otros acontecimientos en los que prima el deslumbramiento-engaño a los turistas, lo que la antropología llama « etnicidad reconstruida », existe en Djamaa el Fna el verdadero sabor de lo propio, y esto sucede porque son los mismos marroquíes quienes se quedan boquiabiertos ante los adivinos, escribanos y hombres santos que hablan con fe. También los comedores laterales de la plaza rebosan de acento árabe, donde uno encuentra lo mas sorprendente y extraño. Un anciano que regala inhalaciones nasales de tabaco del Rif me ve solo y se sienta a mi lado. Solo habla árabe pero no deja de contarme cosas, llegan algunos jóvenes y se desternillan con lo que me dice el hombre. Yo sigo pacientemente la escena a ver adónde llegamos. Al cabo de un rato, me comenta entre risas que es homosexual, un poquito pederasta y no sé qué más.

Bereberes del alto Atlas, nómadas saharianos, estudiantes locales, comerciantes de los valles presaharianos, turistas y diversas especies de listillos atentos a la que salta, conforman este gran bestiario humano, hechicero e hipnótico, envuelto, cómo no, por la música de trompetillas, tambores, y mil percusiones, entre el humo de los puestos ambulantes y el paseo milagroso de cien mil almas en tránsito por entre el tráfico rodado.Parece que la humanidad en pleno se ha dado cita en la plaza de Djamaa el Fna deseosa de observar, conocerse, comerciar, charlar y convencer. Aparte de dos disfraces de Papa Noel con más cara de horror que de lo otro, en el ambiente no hay nada en concreto que haga recordar que estamos en el ultimo día del milenio, aunque la trascendencia que se respira aquí se justifica por sí misma.


Los occidentales en Marrakech somos tan visibles y notorios como un grupo de colegiales perdidos en un centro comercial. Aquí uno nunca puede dejar de ser extranjero.Enfundarse en las chilabas, en cualquier caso, y salir por las callejuelas desiertas y oscuras sea de día o de noche, permite mezclarse un poco con ellos y jugar a ese engaño tan suyo.Aunque el monopolio de los engaños es para ellos. Sucede a cada rato y es irremediable. Es la otra cara de la misma moneda de la plaza de Djamaa el Fna en ebullición. Mientras escuchas a los profetas, te limpian el bolsillo, o te dan gato por liebre, o te convencen de algo. Luego te compras algo y a los dos minutos viene alguien que te ofrece lo mismo mas barato. Pero después, nada más que para que te de un poco de rabia, te despistes y te embarulles la cabeza con precios, intenciones, panderetas, frituras de carne dudosa, imágenes, olores, sensaciones que remiten constantemente a otro entendimiento. Este es el fin de milenio. La pérdida de lo que uno es, en beneficio de lo que se puede ser. Luego, de ahí, saltas a un Tajim hirviendo y de ahí a una mujer bellísima, pretendida estudiante, otra trampa más.


Si el año 2 .000 ha de significar un cambio importante, no es mala idea que lo sea en un lugar tan distinto, donde lo importante y lo trivial se están cambiando de sitio a cada poco, y donde el caos de vida parece a la vez una tragedia y un milagro, porque al final las cosas resultan.


El frío de Marruecos en invierno te acompaña a todos lados. Lejos de las estufas de leña todo es invierno. Las calles, los bares, los baños, las camas. Por eso, los momentos de calor son celestiales como el baño en el hamam o la primera comida tras el ayuno: la harira. Introducirse en estos legendarios baños árabes es abstraerse del tiempo que transcurre. Te tumbas en el suelo caliente del inmenso fogón del sótano. Los sonidos, empapados de humedad, van rebotando por las paredes y las bóvedas, como burbujas de palabras desleídas.


Parece que el sonido se ha hecho trascendente, extiende tras de sí un eco mojado y solemne, y las palabras, por el contrario, no se encuentran. Apenas se pronuncian, se deshacen y se convierten en música líquida derramada por el aire. Las palabras ya no dicen nada. En su lugar aparecen como un redoble las cascadas desde los cubos para formar el agua tibia. Se sacan de un pilón central donde mana agua caliente y fría. Con el primer cubo de agua por la cabeza uno se redime de golpe de todos los momentos de frío, que se recuerdan en un segundo. Para entonces la vista ya está fundida con el vapor de agua y la lluvia mínima. Marchar por las frías callejuelas, pero desde dentro de la chilaba, con el cuerpo templado, te hace sentir muy dentro del grupo y del pueblo que habitas. Eres bienvenido al punto de placer local contra el frío. El efecto de calor dura hasta el día siguiente. El baño en el hamam tiene un doble sentido. Es un acto físico y, a la vez, religioso. La suciedad que se desprende simboliza, también, las miserias, los malos pensamientos y los malos sentimientos de uno. Ha de hacerse todos los días.


La harira es la sopa nacional. Es la primera comida tras el ayuno y sabe a todos los alimentos a la vez. Marruecos entero se mete dentro de una taza de harira a las cinco de cada tarde del mes de Ramadán. Yo la probé casi con la misma hambre que cualquier feligrés, no por religión, sino por ser la única comida que alcanzamos tras cruzar la frontera y parar el autobús tres horas más tarde, ya de madrugada. Tomé dos tazas seguidas y al poco creí que había comido una vaca. La harira tiene un sabor denso, agrario, rudo. Además de amortiguar el impacto del alimento en el estómago hueco, te calienta todo el cuerpo. Se toma casi hirviendo y, efectivamente, es una bendición.La harira y el hamam son dos placeres que comparten el doble sentido físico y religioso, durante el Ramadán. Se desarrollan en la misma alegoría, en cuyos dos planos la vivencia reconforta a la persona. El viajero también está invitado.

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