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  • Fede

El Carnicero





Sé que hay un juego entre el carnicero y la clienta. Lo he visto cientos de veces. He tardado veinte años en averiguar qué había detrás del silencio ensimismado del grupo de mujeres cuando el hombre en faena, manchado de sangre, laminaba una ternera roja.


Una vaca es una hembra, y hay un hombre preocupado en el tacto de esa carne. Un hombre que tiene por oficio tocar carne de hembra, y una mujer que paga después de ver cómo la trata.


Erotismo masculino y sangriento tras la vitrina.


Cada vez que una mujer entra en esa esfera carnívora se arroja sin saberlo a un océano de representaciones oníricas y eróticas.


El punto candente de la compra es la carne, es lo más radical; media vaca sin piel con los tendones a la vista, una cabeza de cerdo, unos riñones, una salchicha... se parece demasiado a lo humano. Desde un punto de vista nos estamos comiendo entre nosotros. Pero ya estamos acostumbrados, eso es lo fascinante de las costumbres.


Llega una clienta. Al otro lado, un sujeto despellejando animales, limpiándolos de vísceras o descuartizándolos, con una pinta evidente de asesino múltiple y un delantal arrugado con huellas de manos ensangrentadas, como si viniese victorioso de una trifulca de saldo trágico.


La mujer se queda mirando inadvertida las manos expertas del carnicero resbalando por entre las salchichas y la cinta de lomo y el añojo de primera. Le fascina que calcule de maravilla el peso exacto cuando hunde los dedos en la carne picada. Le gusta mirarle, ahí, en su teatrillo iluminado, como un feriante, dando el machetazo preciso, moviéndose ante el público de otras mujeres, calladas y expectantes, que también codician.


Cada una encuentra su propio código de comunicación con el carnicero, cada una se expande hacia el hombre que atiende y escucha. Suelen pedir que sean delicados, que corten las lonchas finas, que le quiten lo gordo. No es meticulosidad, es deseo de un mimo muy preciso.


Hay otras que mandan mucho y no le miran a la cara, como si tuviesen un conflicto antiguo y ella estuviese obligada a mantener el trato.


Otras llegan desbordadas de afecto y necesidad de ser aconsejadas, llegan como con ganas de enamorarse y, entonces, ahí el carnicero le cuenta un cuento a la niña, y luego se separan.


Pedir la vez es un momento duro, es ser el último legionario en pasar al burdel. Para ese entonces, ella está tan ensimismada que ni se da cuenta de que el carnicero le está sisando. Porque todos fijan el peso un instante después de echar la carne, sin dar tiempo a que la báscula se estabilice; o rebañan “algo” de la bandeja donde se va a picar la carne.


Pero esta es también la magia del feriante, la hipnosis del carterista bello, la seducción del mentiroso, lo que la puta se guarda en el escote.


La función termina y parece que la mujer se lleva más victoria, porque tiene la carne, las vueltas, y un papel que compromete al carnicero; éste sólo se queda con dinero.


Ella vuelve del mercado y enseguida se confunde entre el chaval de la bici, el humo del bus, el perro pequeño lanoso, el contrapié al esquivar a un hombre en una acera estrecha; y a lo mejor al llegar a casa mira a su marido como queriendo enamorarse, o buscando ser cuidada y aconsejada, o con ganas de oír un cuento.


O sin mirarle a la cara como si tuviesen un conflicto antiguo y ella estuviese obligada a mantener el trato.


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