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  • Fede

Atrevida pureza



Los cuadros de Teresa Ruiz de Lobera deberían ser comestibles. Apetece mojar un poco de pan en esa salsa de granates, acompañarlo con el guacamole del prado y regarlo con el zumo de mango que aparece difuminado en el camino. La mujer ardiente que recoge frutos del árbol, a pesar del cielo enfriado quiere ser, claramente, un sorbete de frambuesa; quizás las tejas sean de chocolate; seguro que la bicicleta es de tacto suave y el aroma, por todos lados, dulce. El primer estímulo en los cuadros de Teresa es el hambre.


El segundo son los colores, que llegan a la retina como retales de afectos recuperados de un sueño, en un viaje doble: de unión o desunión, según se sienta. A veces la piel de sus lienzos se frunce como la naranja amarga; o se estira y se ve el arrojo, la recompensa, el reposo; o confronta masas distintas de colores, quiero decir, sentimientos, reveladores, como en un camaleón indeciso entre varios estados de ánimo.


A veces los personajes entregan una piel cruda, como recién puesta: seres inocentes, lavados después de la batalla, sonrientes, enigmáticos, dudosos, envueltos en audacias o miserias.


La razón es la última que se entera de que los cuadros hablan de un nuevo mundo romántico poblado de hombres, mujeres (sobre todo), animales y monstruos con el corazón blanco, conscientes de sus pesares pero también del entero derecho a existir como se quiera o como se pueda. Hay una versión de la condición humana que se repite en los cuadros de Teresa y que gira, narcóticamente, en torno a nuestra dulce imperfección, al intento valiente de asumir que cada mañana empieza el mundo.


Las formas, premeditadamente inacabadas, hablan de la poderosa fragilidad humana. En los temas, no caben la ambición, la arrogancia, la competencia, la demostración, la crueldad, la reverencia, la desmesura, el cielo ni el infierno. No hay tiempo que perder. Al diablo con las esferas inmaculadas, los ángulos rectos y cada uno de los matices de la cara. Si no tenemos más que un ratito, ¡a qué conjugar el futuro pluscuamperfecto! Al diablo con la perfección y sus cerraduras metálicas, por donde no caben las personas. ¡Que descansen los monstruos ante el televisor! Que tengan medalla las dudas menores! Que puedan volar los que no se salvaron, hay una nube para la siesta de los grandes sueños, y, sin previo aviso, que un ramo de rosas nos sea digno de rojo asombro.


Teresa dibuja islas del mar de la tranquilidad después de la tormenta, sus cuadros no presumen de armas en el cinto, no quieren ofender ni defender a nadie, no hablan el lenguaje de la intimidación, no respiran el aire opulento, no guardan ases en la manga, ni billetes en el escote. Su pintura reivindica el derecho a la atrevida pureza, a la magia blanca y se expande como una amistad sin estrategias, encaminada a la ternura, suceda o no con la frecuencia que quisiéramos.

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