“Cuando el lenguaje nombra, de hecho, crea y deja su marca en el pensamiento”, decía Wilhelm Von Humboldt, precursor de la idea de que el lenguaje contiene la expresión del espíritu de una nación, y aunque esta tesis determinista (ampliada luego por Boas, Sapir y Whorf, entre otros), fue refutada por el presupuesto de los “universos mentales” (Pinker, S), hoy casi nadie duda de que la cultura de un pueblo influye y moldea su habla; de que lengua y cultura, en su comprensión y análisis -además de recíprocamente enriquecedoras- son tan inseparables como los dos lados de una misma moneda.
Es por ello, para el caso que nos ocupa, que se pueden obtener claves identitarias, fragmentos de la historia, rasgos de la idiosincrasia, la tradición y determinados valores de una nación al tirar del hilo etimológico de su fraseología.
Aunque existen algunas investigaciones académicas en este sentido para el español peninsular, sorprende la casi total carestía en el entorno hispanoamericano y Argentina no es una excepción.
Indagar sobre este terreno apenas explorado es un reto difícil pero apasionante. Si uno pregunta directamente por esta fraseología significativa (“Qué expresiones suele usted utilizar?”) los informantes no suelen saber qué decir. Pareciera que no se accede directamente a las expresiones sino que llegan desde algún lugar interior, más o menos remoto. Cuando a uno le nace una frase hecha es que su pensamiento (y su identidad) pasa realmente por ahí.
En Argentina, por cuestiones históricas, sociales e identitarias, la oratoria, seducir con la palabra, con la verdad o algo parecido a ella, está casi elevado a la categoría de arte de una manera tan explicita que hasta tiene un término propio. Se le llama chamullar (o chamuyar) y, ciertamente, está relacionado con la conquista amorosa.
Nostalgia debería ser la primera palabra en un diario que contara la biografía cultural Argentina. De sus anhelos y esperanzas, de la pequeña tragedia que siempre supone el exilio y de la negociación con la realidad que les tocó vivir, ha de empezar a entenderse la idiosincrasia de este país. Seguramente por la necesidad de destacar y abrirse paso en un contexto repentinamente inundado de extranjeros, como era la Argentina de principios de siglo XX, buscando su oportunidad de subsistir y “venderse”, por el carácter latino de una gran mayoría de ellos y por la herencia de una cultura árabe y andaluza de café y charla, el argentino es elocuente cuando se expresa, habla muy alto y exagera bastante. Ellos mismos admiten un punto de fanfarronería, picardía y altivez, que se materializa en el lunfardismo chanta (abreviatura del dialecto genovés, ciantapuffi): un caradura simpático y enredador, en suma.
Decir “transpirado (sudado) como testigo falso” nos enseña el costado pícaro de aquella identidad, pero expresar que algo es “largo como esperanza de pobre” añade un soplo de optimismo en la mente de aquel buscavidas.
Fue Domingo Faustino Sarmiento, presidente de la República entre 1868 y1874, quien promovió la idea original de una gran migración europea cuando escribió su célebre: “Civilización o barbarie” (1845) e identificó lo primero con la cultura europea y lo segundo con la cultura rural gauchesca argentina. El problema que no pudo ver Sarmiento fue que no vino esa deseada clase refinada europea sino una amalgama de supervivientes, que empezaron a mudarse con sus familias a grandes casas compartidas. Estos lugares fueron llamados “conventillos” y creemos que se trata de un espacio esencial para entender la identidad y el habla de la Argentina, hoy. Miles de extranjeros compartieron mesa, penas y alegrías en estas pequeñas comunas de paredes y tejados de chapa, abrasadoras en verano y gélidas en invierno. El sentido del humor sarcástico, casi siempre hiriente con alguien (pero no demasiado) y a menudo procaz, que se fraguó entonces fue, creemos, un modo de resolver la tensión por las apreturas de la pobreza y es, aún hoy, toda una seña de identidad. Si algo es caótico o desordenado, todavía hoy se dice: “Esto es un conventillo”.
Hay una suerte de “insulto ficticio” en el habla popular que también sucede en otros idiomas, especialmente en el inglés, pero que en el dialecto rioplatense adquiere unas cotas tan desmesuradas como hilarantes. Se trata de insultar en tono cordial con un claro valor antifrástico. “Qué hacés lisiado hijo de remil putas” le dice una amigo a otro (que es cojo) con todo el cariño. Los ídolos locales reciben apodos como “la mona Jiménez” (cantante), “la chancha Rodríguez”, “el piojo López”, “el ratón Ayala” y al mismísimo Messi le dicen “La Pulga”.
La fraseología argentina pasa necesariamente por el lunfardo y hay pocas cosas más interesantes y significativas para entender el habla argentina como reflejo de su identidad que este tecnolecto, “el único argot en el mundo compuesto de palabras migradas” (Oscar conde). A través del lunfardo se puede leer la historia de la migración argentina y buena parte de su identidad hasta hoy: las historias de nostalgia y viveza de los conventillos, la arrogancia de los ‘guapos’, la jerga carcelaria, el sarcasmo y el ingenio. El lunfardo nació en los ambientes de milonga de los arrabales de Buenos Aires y lo hizo para quedarse. Esta palabra es una derivación de ‘lombardo’ y remite a los judíos banqueros de Lombardía de finales de la Edad Media a quienes se consideraba usureros o directamente ladrones. ‘Lunfardo’ era sinónimo de ladrón para los propios inmigrantes y fueron los abogados criminalistas y policías los que escucharon ese término en el entorno carcelario y, por extensión, usaron esa palabra para definir la jerga que escuchaban entre los delincuentes, aunque era usada no solo por estos sino por esta clase social trabajadora de pocos recursos. De ahí viene la famosa y vigente expresión “Andarse a la concha de la lora” y es que, curiosamente, se les llamaba loras a las prostitutas rusas que apenas hablaban español y solo repetían lo que se les decía (como loros). Eran consideradas las prostitutas de peor calidad por lo que mandar a alguien a la concha (vagina) de la lora es desear a alguien que se vaya lejos y a un lugar no deseado.
Del mismo modo, “Hacer el aguante (a alguien)” significa ayudar, acompañar y también alojar a un amigo en un país nuevo hasta que se desenvuelva él solo, en una clara referencia al contexto de aquellos inmigrantes, que a menudo buscaban torcerle la mano a la pobreza apostando en el turf (carreras de caballos) y cuando se arruinaban más quedaban “Entre Pampa y la Vía”, las dos calles traseras al principal hipódromo de Buenos Aires. Hoy sigue significando estar en la miseria.
El lunfardo es, además, el lenguaje del tango, “el arte de caminar con una mujer clavada en el pecho” (Borensztein), seña inconfundible de identidad argentina y otro hijo de la múltiple inmigración, ya que contiene ritmos del candombe uruguayo (que a su vez vino de África), guitarra española, bandoneón alemán tocado por italianos, folklore polaco, milonga gauchesca, flamenco y habanera cubana. “Ser Gardel”, es ser el mejor en algo, o “Andá a cantarle a Gardel”, que puede significar indistintamente: es inútil que reclames, no te pases de vivo o no te quiero ver más.
Imposible entender la identidad de este país sin recordar la figura histórica del gaucho: ese hombre a caballo por el inabarcable territorio argentino, mitad indio mitad europeo, semi nómada, solitario y aguerrido. La novela nacional, El gaucho Martín Fierro es fuente de numeroso léxico y fraseología que aún se usa. Hacer una gauchada, por ejemplo es hacer un favor, aunque los gauchos no siempre gozaron de esta visión romántica e idealizada. Durante el siglo XIX se les acosó y persiguió y fueron llevados a la guerra de la independencia argentina y a muchas otras contiendas entre provincias. Los que iban a la primera línea del frente y que llevaban unas bolas o ‘boleadoras’ pasaron a conocerse como los ‘boludos’, por eso hoy tiene el significado de ingenuo o tonto. Los ‘pelotudos’ manejaban un tipo de arma similar pero más pequeña por lo que quedaban aún más expuestos, de ahí que ser un pelotudo sea un poco más grave que ser un boludo.
A pesar del impulso homogeneizante de Sarmiento, aún asoman reminiscencias indígenas de lenguas araucanas y quechuas en el habla argentina como el muy conocido dicho “Perdido como turco en la neblina” que se refiere a alguien muy desorientado y que parte de una significativa confusión. Originalmente era “como tuco (luciérnaga en quechua) en la neblina”, pero se fue transformando en turco por ser un término muy popular, ya que en Argentina turco funciona como hiperónimo de cualquiera de los muchos originarios de Medio Oriente que llegaron al país austral. Da igual su procedencia exacta. Los árabes (sirios principalmente) emigraron a finales del XIX cuando Siria todavía estaba englobada en el imperio Otomano. También, “estar empilchado”, remite al araucano "pilcha" (arruga), de ahí a “ropa”, concretamente al tipo de abrigo usado por los gauchos y, hoy en día, refiere el hecho de ir bien vestido o arreglado.
Del mismo modo, encontramos la comparación estereotipada “sucio como indio que va último” (en una fila de jinetes, al galope), que recuerda a la población aborigen del país, que multiplicó sus posibilidades en las batallas contra los españoles (y luego contra los criollos) cuando aprendió a montar los caballos que trajeron aquellos y que acabaría convirtiéndose en una seña de identidad de esa cultura.
Por todo lo anterior, cabe decir que a Argentina se le ven las costuras de su historia, su idiosincrasia despierta y altiva y la fragua de su identidad un poco dolorosa, inconformista, sarcástica, muy apasionada y definitivamente nostálgica, en su léxico y en sus locuciones idiomáticas. Por aquí aparece el gaucho, primero perseguido y luego ensalzado; por allá los conventillos, resucitados de aquella penuria solidaria y combatiente; entre líneas encontramos el lunfardo, como pidiendo permiso para existir; el latido afroamericano, el gusto y la desmesura italiana, pinceladas de la grandeur francesa; la esencia indígena, empobrecida y valiente; y, por supuesto, la masa madre española en que se apoya todo el conjunto.
Así como lengua y cultura son dos caras de una misma moneda, debemos entender lo mismo para fraseología e identidad. Este vínculo fundamental, extrañamente desatendido por autores e instituciones en el ámbito del español hispanoamericano, es en verdad, una aventura apasionante de largo recorrido.
Largo, como esperanza de pobre.
Comentários